Cuando los broches se regalaban en las entradas de los salones de baile, existía un profundo sentimiento de camaradería entre todos nosotros. Siempre familiar. “Por favor, quítese el sombrero y déjeme su abrigo”. Vivimos aquellos años procurando por el respeto que nos debíamos. Pintábamos las fachadas y la lumbre no era un pálido simulacro de las estrellas sino un modo de obtener calor en las noches más desnudas.
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