Cinturón Rojo (Redbelt) es una rareza tanto para el cine de artes marciales como en la propia trayectoria del guionista, director y dramaturgo, David Mamet ( Casa de juegos, Spartan, El último golpe). Poco tiene que ver esto con las películas chinas de género o con las trasposiciones hollywoodianas con ínfulas de las primeras. Casi tiene más conexiones, al menos estéticas, con cintas de finales de los 70 como Fuerza 7 con Chuck Norris, a lo que contribuye también la música incidental de Stephen Endelman, aparentemente anacrónica pero que se revela muy apropiada al austero y modesto diseño de producción.
Mamet, más preocupado por retratar a un hombre (un luchador en el sentido más amplio de la palabra, real y lírico) en su pelea por conservar su única pertenencia, su integridad, su esencia, nos introduce en un escenario compuesto por una academia de jiu-jitsu y por el contrapunto oscuro de los campeonatos mediatizados y promovidos con afán de lucro sin importar los medios.
Si bien, la película discurre dentro de los parámetros del cine de acción, con contadas peleas, eso sí, sorprende primeramente por la manera sencilla que tiene de mostrar situaciones o escenas chocantes y hasta absurdas con apreciable naturalidad y en sintonía con el comportamiento y actitud del personaje principal, que se esfuerza por mantenerse intacto ante las adversidades personales y ante las económicas, como consecuencia de la mala marcha de su academia. No obstante los conflictos éticos y físicos se nutren también de un artificio confabulatorio entre gente del cine venida a menos y promotores amorales, que en algún momento, casi acercan la historia a otras grandes composiciones del director sobre el engaño como La Trama.
Aún así, a Mamet le interesa subrayar la reacción del protagonista ante el obstaculizado camino al que se somete, ofreciendo sin dobles juegos su esforzado idealismo y su absoluta querencia bondadosa. Ello, que a priori pudiera parecer lo menos atractivo, le permite articular interesantes subtramas como el encuentro entre el protagonista y el actor encarnado por Tim Allen o la relación que entabla el primero con la abogada interpretada por Emily Mortimer, quién ante la pasividad del luchador frente al indigno y reprochable cuadro mostrado por el torneo de lucha y sus mezquinos organizadores, lo despabila en una secuencia memorable y fantásticamente resuelta.
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